La víspera de que le cortaran la primera pierna a mi tío la pasé con él, como las siete noches anteriores en las que estuvo totalmente demenciado a causa de la infección que le estaba comiendo esa pierna, prometiéndole que no le iba a dejar solo. Le decía llorando mientras él dormía que le compraría la mejor silla de ruedas para que pudiera moverse sin ayuda de nadie y que saldríamos a pasear y a beber vinos. «No te voy a dejar solo, pero no te mueras», repetía una y otra vez como si él tuviera la última palabra en aquella intervención quirúrgica que su cuerpo, afectado de tantas patologías, podría no resistir. Sobrevivió pese a los malos pronósticos, y pude cumplir mis promesas de aquella noche.
Me he pasado seis años susurrándole a mi madre que no la iba a abandonar. Lo he hecho en los momentos más duros y también en la rutina de nuestros días. La última noche que pasó en su casa se lo prometí también llorando: «No te voy a dejar sola». Se lo repetía cada día del mes que pude entrar a mis anchas en la residencia. Bueno, a mis anchas, al salir corriendo de trabajar para poder darle la cena y lavarle los dientes en los veinte minutos que me permitía la no conciliación entre mi horario laboral y el horario de la residencia.
Entonces pasó lo que todo el mundo sabemos que pasó, y les he dejado solos a los dos.
Empiezo a interpretar la vida como un curso sin fin acerca de cómo gestionar la impotencia. No hay una manera de hacerlo bien o mal, supongo, la impotencia no se crea ni se destruye, se transforma, ¿no? Lo que sí que parece evidente es que el nivel de dificultad de las lecciones siempre va en aumento. Cuando ya crees que has superado una etapa y has conseguido el nivel proficiency con honores, la realidad te devuelve a la fase de la novata ignorante que siempre serás.
Para sobrevivir al nivel de impotencia de esta fase, tengo que asumir que las dos personas a las que más quiero en este mundo pasan la mayor parte del tiempo que les resta de vida solas en una habitación, y que yo no puedo hacer nada para evitarlo; tengo que entender que no tienen ninguna clase de contacto, aparte del de los cuidados primarios, nadie los toca, nadie los besa, y yo no puedo hacerlo tampoco; tengo que comprender que no abandonarlos es verlos media hora dos veces a la semana, en el caso de mi madre, una, en el caso de mi tío, y para ello, tengo que organizar mis horarios y pelear una conciliación laboral con la empresa para la que trabajo y con las empresas que dirigen ambas residencias. Cada vez hay más agentes externos que ejercen más control sobre mi vida que yo misma, y su criterio pesa más que el bienestar emocional de todos los afectados, incluido el mío. La media hora que puedo pasar con ellos, que lo es todo para mí, se convierte en una lucha contra todos los elementos. Ambas residencias permiten las visitas con cita previa de lunes a viernes, nunca los fines de semana. La residencia de mi madre tiene tres turnos por la mañana y tres por la tarde; la de mi tío, dos por la mañana y dos por la tarde, con unas franjas horarios aun más restringidas. Conviene pedir cita con bastante antelación porque es fácil que te quedes sin el horario que necesitas.
Al principio, para poder conciliar, se me ocurrió poner ambas citas seguidas, lo que fue una gran equivocación. Siempre se solapaban unos minutillos y era un poco angustioso pensar que perdía minutos de una a otra; minutos, ¿vale?, perdía minutos que parecían horas. Un día a mi tío le bajaron quince minutos tarde porque se había manchado merendando. Por supuesto, perdí los nervios y monté una buena bronca a punto de echarme a llorar (cuanto más reprimo las lágrimas, más furia sale por mi boca) porque, a ver, si de media hora que tengo a la semana, se retrasa la mitad y no puedo recuperarla porque a continuación tengo la media hora de mi madre, pues tú me dirás. Aquel día aprendí que tenía que reservar un día para cada visita.
En estos meses de medias horas he tenido que pedir que no cerraran en mi puta cara las persianas de una ventana, porque a veces no entro (lo hace mi hermana) y voy para verla por la ventana, una auxiliar lo hizo pese a suplicarle llorando que no lo hiciera. En el caso de la residencia de mi tío, si otros miembros de la familia quieren ver a su familiar, siempre tiene que ser la misma persona la que entre, hay que solicitar mesa con acceso a la ventana (una suerte de cristal de medio metro de ancho con rejilla del techo al suelo). Hay tres ventanas y normalmente somos unos diez familiares en cada turno de visita. Cuando se va todo el mundo, le pido a mi tío que espere, le indico por qué ventana voy a asomarme y salgo corriendo a la calle para que me pueda ver sin la mascarilla unos instantes y sepa que soy yo, aunque cada día que pasa él, que es mi mejor amigo en mi familia, es menos consciente de quién soy yo y de quién es y ha sido él. Este es el resultado del aislamiento total al que lleva sometido desde marzo (no ha salido desde entonces, normas de la casa Colisée). Intento normalizar la situación (luchar contra la impotencia) y comunicarme con él a través de la mascarilla y la pantalla, a menudo empañada, que tengo que llevar. Sin embargo, hace un par de meses que ya no lo entiende. Lo veo en sus ojos, como lo vi antes en los ojos de mi madre, no lo entiende. He llamado la atención sobre este hecho a las personas responsables de la residencia. Les he dicho que se está muriendo, lo he hecho de verdad, he suplicado por más visitas, por salidas, pero me dicen que no, que tiene las constantes bien y que no está terminal. Sin embargo, se está yendo, y yo no puedo hacer nada.
Hasta marzo, todas las semanas iba un día a comer un bocadillo al salón de la residencia de mi tío porque era el único rato que podía sacar de mi jornada laboral para estar con él de lunes a viernes. Mi tío se ponía justo debajo de la tele, nunca sabré por qué, y yo me sentaba a su lado y me comía un bocadillo de tortilla de patata del mejor sitio de la ciudad (que dejó de existir en enero; entonces no vi lo premonitorio de aquello). A las 14:55 más o menos, venía una señora en su silla de ruedas y se ponía justo enfrente de nosotros a ver las noticias y comerse los Risketos que llevaba escondidos en el bolso. Cuando acababa, sacaba un pañuelo para limpiarse la boca y un espejito pequeño, y se pintaba los labios de rojo. No tardamos mucho en empezar a conversar, hablábamos un montón, era majísima. El último día que comí allí, a principios de marzo, estaba cabreada porque habían quitado los Risketos de la máquina expendedora, y ya no los podía comer. Anoté mentalmente que le llevaría una bolsa la semana siguiente. Nunca pude hacerlo. En algún momento del confinamiento, llamé a la residencia y pregunté por ella; me dijeron que estaba bien. La vi hace un par de semanas durante una visita, un amor, como siempre. Me encantó verla, charlando estaba con los familiares de otro residente que estaban asomados por la ventana. Aquello me hizo sonreír. Y me dijo: «No había visto a tu tío en todo este tiempo hasta hoy. Le he saludado, pero no me ha contestado, yo creo que no me ha visto bien, salúdale tú de mi parte». Agradecí llevar la mascarilla y la pantalla para que no me viera llorar.
En todas las visitas escucho a otros familiares y sus explicaciones. Todos los días es lo mismo: «Hay un virus y no se puede salir», «Ponte bien la mascarilla», «A ver cuándo podéis salir, pero ahora no se puede», «A ver cuándo llega la vacuna»… Y no lo entienden. Algunos se enfadan y otros simplemente ya no lo entienden. Al menos, con mi madre no tengo que explicarle nada. Intento relacionarme con ella como siempre lo he hecho y creo que nos funciona, aunque los treinta minutos se nos queden cortos. Es simplemente lo más duro que me ha tocado pasar en la vida, pero, mira, no tengo que hacérselo entender, eso que nos ahorramos. Esas medias horas son lo mejor y lo más doloroso de mi semana.
En la residencia de mi tío todo es más rollo carcelario. Por ejemplo, durante el mes escaso que la autoridad autonómica permitió las salidas de los residentes al exterior, en esta residencia, si un residente salía media hora un día, incluso si salía a una consulta médica, tenía que permanecer en aislamiento quince días a su regreso. Así que opté por no salir, claro, ¿cómo le iba a hacer eso por media hora? Intenté pelearlo, y mucho, sin éxito. No recuerdo exactamente cuántos residentes hay ahí viviendo, más de ciento cincuenta seguro. Más de ciento cincuenta personas no han podido salir a la calle durante más de seis meses por su seguridad. Tengo que revisar el Código Penal para informarme sobre los permisos penitenciarios, probablemente sean menos estrictos. Creo que próximamente me explayaré con el sistema tipo Alcatraz del grupo Colisée, empresa líder del sector, porque me gustaría que se supiera que la privatización de la atención a nuestros mayores ha dejado como una de sus consecuencias que el lobby residencial controle derechos fundamentales mientras hace negocio, y lo dejamos pasar como si no nos afectara porque así dicen que garantizan la protección de nuestros mayores. Desde mi punto de vista, se aseguran de que sus valores financieros, cada anciano es uno, no mueran y sigan produciendo. Escribirlo reduce ligeramente los efectos de la frustración, pero no de la impotencia.
Ese salón en el que tantas veces he comido ahora me recuerda a una sala de visitas de prisiones con sus mesas desperdigadas y los visitantes mirando de frente a su familiar. Y ahora no me quejo, al principio había dos mesas para separar. Podéis imaginaros lo difícil que era para un anciano, normalmente duro de oído cuando no sordo, oír a una distancia de unos tres metros a una persona que habla con mascarilla y pantalla. Afortunadamente, en dos semanas se quitó una mesa, y ya se acabaron las mejoras en el tema del acercamiento.
Hace un par de meses, en una visita me quedé mirando a una pareja. El marido había ido a visitar a su mujer, que evidenciaba un serio deterioro cognitivo. En tiempos pasados, los había visto alguna vez sentados cogidos de la mano. Aquel día, él se encontraba frente a ella mirándola, con la mesa como separación entre los dos, sin saber qué hacer o qué decir. En algún momento se atrevió a alargar la mano, enfundada en un guante de plástico (se me había olvidado decir que también los llevamos) y la cogió de la mano. Él mirándola y ella mirando al infinito. Así estuvieron hasta que se acabó la visita. Y pensé: «Qué pobres, qué impotencia».
Y ya fuera me di cuenta de que es así como se nos ve a nosotros.
Contra el sentimiento de impotencia, quizás la única salida sea convivirlo. Hay que buscar un cambio.
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