En ocasiones, me entra la duda fatal: ¿estoy haciendo bien? Soy consciente de que a mi madre no le gustaría nada que desvelara sus flaquezas, pero siento la necesidad de hablarlo, de sacarlo de mí. Ese ‘lo’ se refiere al universo que me rodea a diario. Quizás el escudo del anonimato, que no es tal, me justifique en cierta manera. La verdad es que yo ya no sé dónde se han quedado la dignidad y los deseos de mi madre.

Me siento cansada, derrotada, frustrada, triste, vencida… Hace tres años, el motor de mi vida era disfrutar de los últimos momentos de mi madre. Creía que, juntas y con amor, venceríamos a la enfermedad. De veras, lo creía. Me agarraba a ello para superar el dolor de ese diagnóstico fatal y de la rutina de entonces, que en aquellos momentos me parecía ultradolorosa. Si pudiera volver al pasado en un Delorean, me partiría la cara por ilusa. Supongo que es parte de nuestra naturaleza humana lo de afrontar las malas noticias de esta forma. Que por muy negativos que seamos (y yo lo soy y a mucha honra), siempre hay un lugar para el optimismo que nos hace salir adelante y engañarnos pensando que todo va a ir mejor. No sé si os descubriré algo diciéndoos que el optimismo es una ilusión, una estrategia para hacer frente a las fatalidades cotidianas y a las catástrofes extraordinarias. En fin, es imposible luchar contra nuestro propio espíritu por mucho que me pese.

Mi estrategia actual parece que es asumir de manera rutinaria los reveses físicos y emocionales que me pega la enfermedad de mi madre. Noto que mi organismo ya ha interiorizado la tristeza como forma de vida y ya no la lleva tan mal como antes. Ya no caigo enferma constantemente, ya no lloro todos los días con sus noches, simplemente me atengo a lo que ocurra durante las horas que estoy despierta y, eso sí, cuando me paro a pensar unos instantes, me derrumbo, tan solo otros tantos instantes para, inmediatamente después, reiniciar de nuevo.

Y eso es básicamente lo que nos pasa. Últimamente, la enfermedad de mi madre ha dado un vuelco en ese sentido. Sus niveles emocionales son muy variables y los nuestros, evidentemente, también. En un intervalo de cinco minutos, mi madre puede estar contenta riéndose y, con solo un ademán, llegan el enfado y la agresividad que, en dos segundos, se transforman en llanto y, de nuevo, en enfado para, a continuación, echarse a reír. Os advierto que no se trata de un orden fijo, la sucesión de emociones es increíblemente variable. Y a nosotros nos pasa lo mismo: podemos reírnos con sus risas e incluso de las respuestas que da cuando se cabrea –muy afinadas, por cierto–, echarnos a llorar, ponernos a gritar, sonreír con un guiño, mantenernos indiferentes, seguirle la corriente, responder cariñosamente, mandarlo todo a la mierda y echarnos a reír a carcajadas. A veces, todo esto puede pasar en tan solo dos minutos. Es cierto, lo juro, no os miento, ese es nuestro estado de locura rutinaria. A veces hace mella y de la buena, depende del día. No obstante, si alguien me pregunta qué tal un día cualquiera,  respondo que normal, un día normal, sin sobresaltos. Tampoco me voy a poner a dar explicaciones de algo que no tengo claro que pueda explicar o que importe mucho ya.

Entre tanto altibajo, me he dado cuenta de que todos hemos integrado una especie de repertorio de estrategias de distracción, como aquel que quiere entretener a un bebé jugando al cucú. Mi favorita y creo que la más efectiva es la de las palmas: chocamos las palmas de las manos. No recuerdo cuándo empezamos a hacerlo. Creo que un día hace mucho le dije «¡Choca!» y puse las manos frente a ella. Y lo entendió, qué curioso. Y sigue entendiéndolo, más curioso aún. Lo que más le gusta, creo, es hacer ruido y dar fuerte. Incluso aunque esté muy enfadada, cuando chocamos, suele reírse y seguimos un rato. Le gusta y a mí también porque es una de escasas maneras que tengo ya para interaccionar con ella. Es más, me encanta que cuando está muy enfurruñada e intento chocar con ella, me diga que no tiene ganas o me rechace. Por eso, sigo haciéndolo ya que si, además, nos atenemos a los objetivos terapéuticos, chocar las manos favorece la coordinación de movimientos y la psicomotricidad, ¡ea! Y otro punto positivo es que prácticamente se puede aplicar en cualquier momento, situación o drama. No necesita ni preparación ni contexto.

Ahora bien, como os comentaba, también ocurre que, sin previo aviso, te (me refiero a mí) llega ese momento de bajón en el que la tristeza se apodera de ti. No la de tu vida personal, si es que puede existir una vida personal dadas las circunstancias. No, me refiero a cuando te das cuenta de lo que está ocurriendo,  a cuando te paras a pensar. A veces, tengo miedo de olvidarme de cómo era mi madre antes de esta mierda. En esos momentos, intento recordar alguna historia del pasado, alguna frase suya, algún gesto y, aunque me pongo terriblemente triste, me distraigo unos segundos, sonrío y lloro y me convenzo a mí misma de que nunca la olvidaré. Así es. Sin embargo, no me puedo permitir prolongar este tipo de pensamientos porque podría ser que no saliera del hoyo de pena en el que me meto, así que una  vez que estoy segura de que el recuerdo de mi madre no se irá así como así, pienso en alguna cosa graciosa que haya vivido con ella últimamente y no dejo pasar mucho tiempo en esas diatribas para ponerme a hacer algo o pensar en algo práctico y urgente como escribir una entrada en el blog.

Pues bien, este ha sido un pequeño resumen de lo que es la montaña rusa, qué digo, el parque de atracciones en el que resido permanentemente. Ahora ya sabéis el secreto para sobrevivir o, al menos, malvivir en él: la eterna búsqueda de estrategias de distracción para el enfermo y para vosotros mismos.