Le escribo porque necesito pedirle algo. Así de al grano voy en la primera línea. Le reconozco y agradezco su prudencia y la responsabilidad con la que me ha parecido que se está gestionando la crisis. Además, me parece que es una persona razonable y, por ello, me dirijo a usted de esta manera. Incluso, creo que, en otra época, podríamos habernos tomado unos vinos, aparcando nuestras diferencias ideológicas y que yo beba Rioja.
Esta página la creé hace algunos años para tener un foro en el que expresar mis experiencias y pensamientos sobre el desarrollo de la enfermedad de mi madre, demencia frontotemporal. Desde su diagnóstico en 2014 han pasado muchas cosas. Ha sido un aprendizaje muy duro, que también me ha regalado algunos de los momentos más felices de mi vida.
Pese a que nos hemos empeñado, con mucho esfuerzo, en atrasar hasta el último momento su ingreso en una residencia, fue a principios de febrero de este año cuando, tras las típicas navidades en el hospital, tuvimos que ceder ante las circunstancias marcadas por la enrevesada logística de su atención, fruto de su nula movilidad y de su estado, que incluía la compleja combinación centro de día + auxiliares a domicilio públicas y privadas. Todo ello soportado por el constante trabajo hasta el límite de las fuerzas de tres personas: mi padre de 81 años, mi hermana y yo. Tras el alta hospitalaria, pintaba la situación como que en cualquier momento podía fallar uno de los tres y tornarse aquello en catastrófico.
Los meses de enero y de febrero de este año los catalogaba entonces como el periodo más triste de mi vida. Afortunadamente no peino canas, pero más por la genética que en esto me ha bendecido que por algunos de los disgustos que he vivido. La vida viene así. Pues bien, todavía no habíamos tenido tiempo para asimilar ese dolor y esa frustración de tener que entregarla a otras personas cuando se desató la emergencia sanitaria.
Hasta entonces íbamos a verla a diario, ni un solo día faltamos. Mi padre pasaba todas las tardes con su mujer, y nosotras los acompañábamos al salir de trabajar y los fines de semana. Nos estábamos haciendo a esa rutina de disfrutar de ella de otra manera, de estar pendientes de los cuidados que recibía y de procurar que mi madre nos sintiera cerca. Además, estoy convencida, aunque no tenga evidencias científicas que lo prueben, de que nuestra presencia, nuestras voces y el modo en el que nos relacionamos con ella eran parte de esa complicada estimulación cognitiva y emocional tan necesaria en enfermos como mi madre. Sé que nos reconoce, nos sonríe, nos quiere y nos habla de aquella manera extraña en la que se habla cuando no te salen las palabras. Sigue estando ahí.
Mi madre es la tercera persona a la que quiero a la que me veo forzada a meter en una residencia. No hablo de abuelos, de eso se hicieron cargo mis padres. Desde hace más de diez años, me he tenido que encargar también de mis dos tíos (ahora ya solo me queda uno); primero, porque los quería y, segundo, para aligerar el peso del cuidado de sus hermanos con el que cargaba mi madre, a la que ya se le empezaba a notar flaqueza en aquellos tiempos. Hacerse a la idea de que ya no tienes la última palabra en los cuidados que reciben tus familiares es un proceso que requiere su tiempo. Hay que estar pendiente, no se trata de meterlos y desentenderte, para nada. A veces las relaciones son muy buenas, y otras, no tanto.
Digo esto para contar que el 8 de marzo monté un pollo impresionante, pero impresionante de verdad, para poder ver a mi tío. Y lo pude ver un rato. A mí nadie me iba a decir cómo y en qué condiciones podía verlo por un virus de mierda. Por decisiones internas, mi tío y mi madre se encuentran en distintas residencias, a 100 metros escasos la una de la otra, así que, inmediatamente después de estar con él, repetí argumento y tono en la de mi madre. A mí me iban a contar historias. Sin embargo, la tarde del 11 de marzo, ya con el miedo en el cuerpo, fue rara. Yo estaba aterrada por lo que les pudiera pasar a mis tres ancianos de alto riesgo, pero no me quité de besar a mi madre, no tanto como a lo que la tengo acostumbrada (tomémoslo como mi primera medida preventiva en esta crisis). Cuando la acostaron, me apresuré a sacar a mi padre de la habitación como si hubiera aviso de ataque nuclear inminente. Besé a mi madre y me despedí de ella, que me miraba desde la cama con esa cara de niña que quiere que le hagan tonterías porque no tiene ninguna gana de dormir. Ella sonriéndome y soltando gorgoritos y palabras incomprensibles para otros, no para mí, mi dulce bebé, y yo en la puerta temiendo que fuera aquella la última vez que la viera. De hecho, esa es la última imagen de mi madre que tengo/¿tendré?
Aquel ataque de soberbia ignorante lo pagué bien caro durante todos los días con sus noches del mes de marzo, convencida que estaba de haberlos contagiado a los dos y de que los había enviado a la muerte segura una vez que empezaron a salir positivos como setas en residencias. Estrené el confinamiento con un sentimiento de culpa tal que daba vueltas como una loca por la casa sin ser capaz en concentrarme en nada más. A cada tos o ligero dolor de cabeza que sentía, me los imaginaba muriendo solos en sus habitaciones o en un pasillo de Urgencias. No le hablaré de ese estado continuo de pánico en el que se teme por la vida de los seres más queridos. Creo que esto nos pasa a todos en estos tiempos de incertidumbre que corren. Sin embargo, los que tenemos la desgracia de haber tenido que renunciar a que nuestros padres, abuelos y tíos terminen sus días en su casa hemos vivido, y seguimos viviendo (muchos con peor suerte que la nuestra), el ahora ya sí periodo más doloroso de nuestra existencia.
Durante aquellos terribles días de marzo y abril, no pude estar más agradecida a todos los trabajadores de las residencias por jugarse la vida para atenderlos. Les debo sus vidas. Se las debo eternamente sabiendo la mierda que cobran, la mierda de horarios que tienen y la mierda de condiciones laborales estipuladas por ley para un trabajo duro, agotador y nada reconocido, y sé lo duro y agotador que es porque durante seis años lo he tenido que hacer solo con mi madre. No me puedo imaginar lo que tiene que ser para el personal de atención directa (otros héroes de la pandemia) hacerse cargo de un número bastante amplio de residentes. Situación que viene propiciada por las ratios insuficientes en el personal de atención directa que en el proyecto de Decreto de autorización y funcionamiento de los centros de carácter social para la atención a las personas mayores en Castilla y León se ven incluso reducidas (¿de 0,145 a 0,133 para grado III?).
He visto lo que pasa en las residencias con la gente como mi madre que ni se mueve ni habla si no es prestándole atención. Desde el 2008, los veo dormitar en salones sin que nadie les haga caso. No es porque los auxiliares no quieran, es que no les da tiempo. Tampoco ellos parecen demandar atención. Esta era una de las razones por las que me resistía a meter a mi madre en una residencia. Todo el mundo te dice «Están mejor atendidos en una residencia», y yo siempre respondo: «¡Los cojones!». Espero que no le moleste el tono, pero es que una está cansadita de expertos en geriatría espontáneos. Los familiares no solo los visitamos para darles amor, también vigilamos su estado de salud, que a veces se escapa a la vista del personal. No hay infección de orina que se le escape a un familiar, por ejemplo. Ya sabe que, en muchas ocasiones, síntomas como la desorientación pueden pasar desapercibidos si no se habla con la persona.
Bien, desde el 12 de marzo, mi madre y mi tío han permanecido aislados, solos, las veinticuatro horas del día en su habitación. Entiendo y acepto la medida, ¡cómo no! Nos comentan que a veces hacen alguna salida aislada y esas cosas que nos cuentan. Nunca sabré la verdad de lo que ha pasado y pasa en estas residencias en este tiempo, y creo que no quiero saberlo. La pena con la que vivo se retroalimenta con la de mi padre, que tiene razones para pensar que se va a morir sin verla o que, cuando por fin la vea, será un vegetal. Cincuenta y cinco años sin separarse ni un solo día han pasado desde el día de San Isidro en que se casaron. Imagínese qué aniversario más bueno el pasado viernes.
Quiero que sepa que clamé al cielo cuando descubrí que en las fases de desescalada planteadas por el Gobierno no había ninguna previsión específica de visitas para residencias. Fue lo primero que busqué el día que se anunciaron las fases. No obstante, este lunes me enteré de que en los planes de la Junta de Castilla y León tampoco se contemplan las visitas a residencias en las fases 2 y 3, más allá de esa desescalada interna que ya se viene practicando de manera discrecional. Entiendo la situación. Después del dramático impacto del virus en las residencias en todo el país y, en concreto, en nuestro territorio, comprendo que ningún responsable de la Administración quiera la carga política ―y, en función de la persona, la carga moral― de más muertes en residencias. Ninguna fundación o grupo corporativo propietario de una o varias residencias desea mala fama por más mensualidades fallecidas. Ningún trabajador en estos centros puede soportar la presión emocional de ver caer a sus ancianos como moscas. Con todo, no hay nadie más interesado que nosotros, los familiares, en su bienestar último. Nadie.
Así, simultáneamente a la desescalada interna de las residencias, los trabajadores (a saber, auxiliares de enfermería, personal médico y de enfermería, cocineros, personal de limpieza, distribuidores, mantenimiento, gestores, recepcionistas, etc.), antes y después de incorporarse a su puesto de trabajo en el que estarán en contacto directo con mi madre, con mi tío y con otros residentes, podrán reunirse en grupos de quince o hasta de veinte personas, realizar actividades de turismo activo y de la naturaleza; ir a su segunda residencia o de compras en un mercadillo o centro comercial; tomarse unas cañas en una terraza, comer en un restaurante, ver una peli en el cine; asistir a un concierto, a una misa, a un velatorio o hasta a una boda al aire libre con otros noventa y nueve invitados. Además, si lo desean, podrán ir a una discoteca o bar nocturno, a la playa o hasta a los toros. Me quedo más tranquila, eso sí, porque solo le cortarán el pelo y las uñas profesionales con PCR negativo. Muchísimo más tranquila.
Y no digo que no se lo merezcan ni que haya que prohibirlo, en absoluto. Solo digo que yo no voy a poder ver a mi madre en una zona libre de COVID, con cita previa semanal o quincenal, sin contacto físico (aunque me muera por darle mil besos y abrazarla), con mascarilla, guantes y con pantalla de metacrilato si fuera necesario.
Soy consciente de que esta crisis no supondrá una reforma drástica del sistema asistencial y de la prestación privada de estos servicios. La alta incidencia de esta pandemia en este colectivo evidencia la necesidad de una profunda transformación en la gestión privada de los centros residenciales. Pero eso no va a pasar, lo sé.
Nuestra gente se está muriendo de la COVID-19. Todos estamos en riesgo. Nuestros mayores han de ser protegidos de una muerte segura, pero siento que a la sociedad se le está olvidando que ya están muriendo de la pena, y nosotros, también. Ya están perdiendo las facultades físicas y mentales que les quedaban en esta situación de confinamiento y aislamiento. Ya están profundamente deprimidos. ¡Cómo no! ¿Acaso no nos está pasando lo mismo a los que somos más jóvenes, que sentimos que nos han arrebatado la vida y vamos buscando culpables para los dramas que esta epidemia está causando en ella? Ellos están solos, encerrados y aislados de sus seres queridos. La gran mayoría no entiende nada. Cada día que pasa es irrecuperable en tantos sentidos…
Necesito verlos a los dos, ellos también lo necesitan.
Por favor, lo único que quiero es volver a ver a mi madre, por favor.
Verónica
Lo siento tanto, tanto… De corazón espero que tus palabras desgarradas lleguen a oídos sensibles. Te doy un gran abrazo.
yomisma
Muchísimas gracias, Vero. Me llega tu abrazo bien fuerte, como si estuviéramos bien cerca. Espero que estéis bien y que te llegue el mío <3 <3 <3