Últimamente hacemos por vernos. Nos encontramos en ese espacio que parece que hemos creado a fuerza de compartir retazos de nuestra pena. Se me hace un lugar único, quizás porque siento que no demasiada gente podría acceder a él, ni siquiera de nuestro círculo más cercano. Y no es que nos sintamos incomprendidos por las personas que lo integran, en absoluto; sin embargo, por esas leyes de la geometría de las relaciones humanas, que no acierto a descifrar del todo, esos ratos me regalan la calma extraordinaria de sentir que la persona que está enfrente escuchándome sabe de los demonios de los que hablo porque también convive con ellos. Y lo sé porque los percibo en sus palabras.
Hace siglos que nuestra amistad se hizo independiente. Durante unos veinte años, hemos sabido de algunas de nuestras historias a través de conversaciones telefónicas más o menos largas, de charlas inconsistentes en encuentros fortuitos y de felicitaciones puntuales. Sabíamos de nuestros dramas familiares; los comentábamos por encima cuando nos veíamos, sin profundizar, porque nunca se daban ni el momento ni el lugar. Cuando empezó la pandemia, nos pusimos en contacto para saber cómo estábamos… Y ahí se quedó la cosa hasta que hace ocho o nueve meses nos buscamos desesperados porque nos urgía cambiar de residencias a nuestras madres —y él también a su padre; mi tío por aquel entonces ya llevaba medio año muerto—. La angustia que el régimen carcelario que sigue vigente nos provocaba se nos notaba en la voz, se nos sigue notando. Nos dolía. Lo sabíamos el uno del otro, que nos dolía. Incluso podíamos intuir hasta dónde no solo porque nuestras situaciones y aflicciones se aproximaban; también teníamos un recuerdo bastante nítido de cómo era la sensibilidad del otro igual que no habíamos olvidado aquellas historias que una vez fueron nuestra primera juventud.
En aquellos momentos angustiosos de la primavera de 2021 intercambiamos informaciones y lamentaciones nada útiles para nuestro objetivo: encontrar un sitio del que nos fiáramos en el que nos dejaran verlos más de una hora, una o dos veces por semana. Estaba buscando como una loca por aquel entonces, me había entrevistado con un par de responsables, aunque ninguna me convencía por un motivo u otro, que eran básicamente los mismos en todas. Eso le dije. Los dos estábamos de acuerdo en que cambiarlos sin saber si era para mejor se asomaba complicado, era un «de Guatemala a Guatepeor» incierto. No queríamos arriesgarnos a meterlos en un sitio donde no pudiéramos entrar nosotros para ver cómo funcionaba.
Poco después, se obró el milagro para mi madre, contra todo pronóstico, porque creía que no había más opciones. A veces, hacía búsquedas de residencias en Google con ansiedad y temblando después de la enésima discusión con la gobernanta o por una respuesta inapropiada de la médica o por encontrármela con la cara sucia en la única visita semanal (y, si osaba a limpiársela en presencia del personal con mi doble mascarilla puesta, a punto podrían haber estado de llamar a los geos). Y así apareció en el listado de resultados el paraíso en forma de residencia de monjas. Fue hermoso lo poquito que llegamos a disfrutarlo, fue una quincena tan feliz que, cuando, cómo no, la calamidad se nos echó encima para no faltar a su costumbre, todo lo hermosos que fueron aquellos días hacían que su pérdida fuera aún más pérdida, una pérdida que equivalía a todo lo felices que ya no íbamos a poder ser nunca más.
No es soberbia la sensación de creerte todopoderoso cuando la vida de alguien a quien amas está a tu cargo. Sientes que todo lo puedes porque tienes que poderlo todo para dormir en paz cada noche. Jamás voy a volver a pelear con la vida con la misma fuerza vibrándome debajo de mi piel. Pero, ¡ah!, el no poder es otra cosa; no poder es la peor condena que te queda. La impotencia primero te va destrozando por alimentar tu frustración en cada intento que no sale bien, y viene para quedarse y así echarte en cara eternamente tu fracaso. No pudiste. Que no se te olvide.
La primera vez que quedamos no sabía que él había perdido a su madre un poco antes que yo a la mía. Nos contamos nuestras películas de terror. Son muchas. Son duras. Son muchas. Son tantas y tan duras que pierde el sentido guardar la cuenta de ellas, aunque están todas presentes en la lista, no se van. Son ya parte de nuestra vida y de nuestra historia. No nos dejan vivir, no nos dejan vivir, de verdad que no nos dejan vivir. Mi mejor amigo y mi madre se fueron. Primero, me los arrebataron, luego me trataron como una asesina por querer tocarlos, por querer verlos, por quererlos. Y yo vivía sola encerrada, como una asesina que no ha cometido su crimen, para poder tocarlos, verlos y quererlos con la certeza de que mi amor no los iba a matar. No fue suficiente, nunca pude demostrar mi inocencia, nunca me valió para ello. Era culpable y los nombres y apellidos que trabajan para una sociedad anónima tenían la potestad para declararme culpable, acusarme de ello y ajusticiarnos a todos. Ninguno de los dos murió de COVID. Murieron de todo lo demás. Murieron lentamente porque no pudimos estar a su lado; bueno, mi tío, de una palabra bien fuerte que se llama negligencia. Ahora bien, demuéstralo en plena segunda ola y en un anciano con sus patologías, como si con ello pudiera resucitarlo o ahorrarle el sufrimiento que pasó. Guardo tanto rencor que no se me pasa, ni siquiera pierde intensidad, ni un poquito.
Los dos amigos hemos vivido el horror en estos dos años. Los dos sufrimos por todo lo acontecido en este tiempo, por lo que sabemos de seguro y por lo terrible que intuimos que es lo que ha pasado intramuros, que nunca llegaremos a saber y que no podemos dejar de imaginar como una pesadilla en una noche de vigilia. Los dos tenemos nuestros demonios, cada uno los suyos propios, pero son primos hermanos. Lo sé, lo sabe. Dejamos que salgan algunos en nuestros encuentros. No todos, saldrían a borbotones y nos quedaríamos igual que después de vomitar bilis. Nos hablamos del porqué, del cómo, del cuándo. Es como si sintiéramos que podemos darnos el uno al otro esa justificación de nuestras decisiones que nadie nos pide más que nosotros mismos. El mundo nos dice que hicimos bien, que teníamos que hacer lo que hicimos, qué íbamos a saber nosotros lo que iba a pasar, qué otra cosa podíamos hacer, ya hicimos bastante. Lo escuchamos —al mundo, quiero decir—, somos educados. Solo que lo hacemos sin escuchar de verdad porque nos sentimos incapaces de perdonarnos, en primer lugar, por no poder, nosotros, los todopoderosos, no pudimos; y, en segundo lugar, porque los gritos de lo que hemos tenido que ser, decir, pensar, sentir y hacer no nos dejan oír las palabras de ese consuelo que nos llega, que no tiene maldad para nada; es puro y sincero, y pese a ello le faltan coordenadas. Se trata de una cantinela que se ha ido componiendo a lo largo de los millones de años que vienen muriéndose las personas: la vida es así, todos morimos; hay que pasar el duelo, el tiempo todo lo cura; debemos aceptar las cosas como vienen y seguir hacia delante, pasar página; todos tenemos que pasar por lo mismo alguna vez; es mejor recordar los buenos momentos…
Y yo solo quiero tirarme por ese abismo que se ha abierto dentro de mí. ¿Cómo voy a volver a ser la misma? ¿Cómo voy a olvidar? Nos lamentamos juntos con la amarga sensación que produce el lamento, que es que de nada sirve lamentarse. ¿Por qué tuvo que ser así? ¿Cómo voy a pensar en los buenos momentos si solo tengo la imagen de ellos dos solos en una habitación con el pañal sin cambiar durante horas? Solos. El tiempo no lo cura todo. El tiempo no ha conseguido que no haya un solo día en que no lo piense, y no solo una vez. Los demonios son así: eternos e insistentes.
Y, si mi propósito para la última entrada de este blog y de esta página era gritar mi rabia en forma de denuncia para visibilizar lo horrible que es que las circunstancias y el ritmo de vida empujen a las familias a confiar la vida de sus seres queridos en la suerte de orfanatos chinos en los que se han convertido las residencias de ancianos con la excusa de la pandemia, ¿por qué he reducido este texto a llanto? Puede que porque creo que es una batalla perdida. No hay lucha posible contra la opacidad con la que se han blindado estos espacios con la excusa de la seguridad de los ancianos y dependientes. Son un negocio próspero, hay que mantener el producto con vida, a salvo del mundo exterior, de sus familias. Es un enemigo fuerte, más que los gobiernos y las personas, y, sin embargo, lo que sí que veo poco menos que imposible es que la opinión pública se lleve las manos a la cabeza —y, en definitiva, llore, grite y actúe— ante este drama que no es solo mío ni de mi amigo ni de mí juntos, ni tan siquiera de los miles de personas que están pasando o han pasado por algo parecido. No parece que la sociedad se interese por los viejos. Ellos ya se van a morir, si no es por COVID, será por cualquier otra cosa cosa; y, si no, para estar así, es mejor morirse (nota: por favor, no utilicéis nunca esta frase para dar el pésame o para saludar, por favor os lo pido, por favor). El único interés del mercado son las personas que producen y consumen, que, al parecer, creen que nunca envejecerán y serán siempre independientes.
A veces me pregunto si, con lo que he visto y vivido, tendré el valor de utilizar la píldora de cianuro cuando llegue el momento. Lo peor es que creo que no me atreveré y me arrepentiré por ello.
Para evitar que esta premonición mía sea la última frase que escriba aquí, y, aun a riesgo de que parezca algo forzado intentar mejorar el ánimo de los lectores de esta página, que algunos sé que a veces se han asomado, solo os quiero contar que estos años que he vivido con mi madre los guardo como los años de mi vida en que más feliz he sido. No dejéis nunca de estar, no tengáis miedo.
Deja un comentario