Tardé un rato en decidirme el sábado por la mañana; sí, estuve dudándolo un buen rato. El miércoles había sido el cumpleaños de mi madre sin mi madre, y se me había metido en la cabeza que podía llevar a la residencia un pastel para que se lo dieran, su pastel favorito de siempre. Llevaba ya un par de días dándole vueltas al tema (que si total para qué, que si es molestar, que si no está permitido introducir comida, que si es pedir un favor, que si mi madre no sabe ni qué día es ni lo que significa su cumpleaños, que si para ella es lo mismo comer un pastel que no) hasta que finalmente pensé que me daba igual que mi madre no sepa en qué día vive, entre las otras tantas cosas que ya no sabe ni puede saber mi madre, porque yo sí lo sé y también sé cómo es la cara de mi madre cuando nota el sabor dulce de la nata en su paladar. 

Así que salí emocionada a la calle para comprar un chevalier para mi madre.  Esa era mi actividad de día libre. Paseé contenta hasta la pastelería de siempre, lo compré y hasta me regalé dos mousses para celebrar yo también. Cuando llegué a la residencia, en la puerta había una mujer esperando. No parecía trabajadora ni nada relacionado con la residencia. Parecía lo que era: hija. Esa cara de ansiedad crónica mirando desde fuera a dentro la delataba. Sin mucha empatía pensé: «¿Esta puede entrar?». Sujeté la bandeja de la pastelería que llevaba en la mano y pregunté:

—¿Estás esperando?

—No, no, no… Bueno, cuando acaban de comer, me la ponen ahí para que la vea —con el mismo tono que había utilizado yo para dirigirme a ella, mirando la bandeja, me devolvió la pregunta—. ¿Se pueden traer cosas?

Lo de meter o no comida dentro es un tema un tanto controvertido, parece que existe una norma no escrita con sus pequeños vacíos legales. Vi que sus ojos se llenaban de ilusión con nuevos y alocados planes, y me dio miedo que dijera que me había visto traer una bandeja de una pastelería, y que ella también quisiera traer pasteles, y que acabaran prohibiéndolo totalmente, y que yo ya no pudiera seguir llevándole pasteles cuando para mí fuera importante llevárselos, por lo que me apresuré a contestar:

—No, no, no…, el miércoles fue su cumpleaños, voy a intentar meterle un pastel.

Y nos comprendimos. 

—Mira, ya te han visto, ya te van a abrir—anunció. 

Crucé la primera puerta de cristal, me puse en medio de la segunda, y tan solo el pie derecho pisó el interior de la recepción. Enseñé la bandeja y puse cara de «¿puedo?», la dejé en recepción, lo agradecí y salí.

Salí (salí, salí, salí…, no llegué a entrar, así que no sé qué verbo encajaría para esta acción de entrar y no entrar) sonriendo, sin que nadie lo viera y sin que a nadie le importara (como se sonríe ahora), y me giré hacia la otra hija para despedirme y desearle ánimo o suerte, o alguna mierda de esas que odio escuchar, pero que digo cuando no hay mucho más que se pueda decir. Se encogió de hombros y me dijo:

—Lo mismo.

 

Imagen: Niños mirando el escaparate de una confitería, Bullas, 1968.  Murcian Canton Memes (perfil de Twitter).