Hace exactamente un año, estaba visitando a mi tío -el tercer grado de consanguinidad materna es clave en mi vida y aunque me ocasione multitud de problemas dramáticos, sé que gran parte de lo que soy se lo debo a ellos- con motivo de una fiesta que se organiza todos los veranos en la residencia en la que vive. Pese a que voy frecuentemente, lo de la fiesta se trataba de una ocasión especial. Esto de beberte unos vinos y ponerte morada comiendo, rodeada de ancianos tiene su gracia -así escrito parece muy triste, pero en serio, tiene su gracia-. El caso es que estábamos bebiendo unas cervezas, unos pinchos y esas cosas festivas, cuando me dijo algo raro. Lo miré y me percaté de que sus ojos estaban vidriosos. Conozco muy bien esa mirada, creo que os he dicho que ya hemos tenido otros casos de demencia temporal debido a infecciones y también al alcoholismo. Lo miré y pregunté otra cosa (tengo una batería de preguntas básicas interiorizada ya en mi cerebro para realizar este tipo de prospecciones demenciales familiares). El resultado de esa investigación rudimentaria fue positivo. Me daba un nivel de demencia ascendente. Empecé a acalorarme, me puse muy nerviosa, mucho, me decía “No, ahora tú no, por favor, tú también, no”. Lo saqué de la fiesta y acudimos rápidamente a su médica. Lo que ocurre normalmente con este tipo de comportamientos es que empiezan siendo imperceptibles para aquellos que carecen de la intimidad del núcleo familiar. Es decir, yo me di cuenta, la médica, sin embargo, después de hablar un rato con él, me respondió que estaba todo normal, neurológicamente hablando. Confío mucho en ella, no obstante, su respuesta no me alivió nada, sabía que pasaba algo. Volví al día siguiente, el piloto de la demencia seguía encendido. No fue hasta el tercer día cuando todo explosionó y su estado de demenciado hizo saltar las alarmas. Una retención de orina lo había enloquecido. Debió liarla parda, aunque nadie me contó los detalles de lo que había hecho. Imaginad qué cara se me quedó al verlo en una camilla enchufado a una sonda. Nadie me había informado de la situación. Ya lo había vivido más veces, tanto la locura como ese momento de enfermedad, pero no pude evitar lamentarme de este juego persecutorio demencial. Una vez se solucionó el tema de la retención, afortunadamente, todo volvió a la normalidad.
Lo he vivido tantas veces… Aparte de mi madre, los episodios de demencia con mis dos tíos se han repetido durante años y también está el recuerdo de mi abuela… En la última década, no ha dejado de estar cerca de mí, a la demencia me refiero. Me da pánico, pero la reconozco enseguida. Somos compañeras. Lo bueno y lo malo es que ha conseguido sensibilizarme. Os contaré una historia al margen de mi familia: en esa misma residencia, ingresó hace unos meses una mujer, más joven que mi madre, unos sesenta, con un evidente trastorno neurológico. Intuí que formaba parte de esa primera generación de mujeres trabajadoras con estudios y de esa clase de personas independientes y activas, por su aspecto principalmente. La primera vez que me topé con ella, tenía un montón de billetes en la mano y me pidió que los cogiera. Avisé al personal, iba a perder el dinero seguro. Después la fui viendo bastante a menudo. Me gustaba encontrarme con ella, no era como las demás ancianas que uno se encuentra en las residencias –llevaba vaqueros, lo cual es un distintivo muy llamativo en nuestras hogares de tercera edad-. Me hacía gracia porque era una fumadora compulsiva y solía encontrármela cuando volvía de fumar, oliendo a tabaco en el ascensor y viviendo en su universo. Me hacía sonreír. Y pensaba que qué curioso que estuviera perdiendo su memoria, pero que no perdiera el vicio de fumar. La nicotina como elemento terapéutico me pareció entonces un valor muy subestimado en nuestra sociedad, al fin y al cabo, fumar es mantener los procesos y que tengas el mono de tu cigarro es, en definitiva, recordar algo que ha formado parte de ti. Hace un mes, me desmoroné por completo, estaba enganchada a una silla con un arnés y tenía esa mirada perdida tan vidriosa. En el momento en que el arnés forma parte de tu rutina, poco hay que hacer ya contigo… Solo esperar… Me dio mucha pena, había sido todo tan rápido…
A lo largo de mi vida, he vivido episodios muy dolorosos, de esos que no se olvidan y de los que es mejor no hablar; nunca compartes esas noches de demencia en las que no se podría distinguir si tú también estás demenciado. La locura te invade como en la película Fallen en la que un demonio entra en los cuerpos a través del aliento.
Hace dos meses mi madre estuvo ingresada por una infección de orina, la puta orina, de verdad, hace estragos. Fue dura la estancia en el hospital, como siempre, pero lo peor fue comprobar cómo el demonio de la demencia estaba dando zancadas en el cerebro de mi madre y alteraba sin ninguna compasión todos los comportamientos a los que me había acostumbrado ya. Lo vi otra vez, al demonio ese del que os hablo, me miraba desde aquellos ojos vidriosos a los que no podía llegar. Estaba poseyendo a mi madre. Ni la ternura ni la dulzura ni todo este tiempo de trabajo con ella pudieron vencerlo. El maldito demonio me derrotó una vez más.
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