Comprobar que el peor de mis miedos se había hecho realidad –empecé a temer que esto ocurriera mucho tiempo atrás gracias (sí, digo gracias)- a un hecho revelador que tuvo lugar tres años antes del temido diagnóstico, que no contaré por no alargar esta entrada. Desde entonces, intenté justificar datos, síntomas e incluso testimonios con otras razones médicas. Bien, llegados a este punto, os contaré que durante dos años, acompañamos a mi madre a cardiólogos, endocrinos y psiquiatras. A pesar de no ser una persona demasiado mayor, despuntaba entonces los 68 años, mi madre sufría su consiguiente enfermedad genética cardiovascular y también hipertiroidismo, el cual podía ser el causante de la depresión, los desajustes lingüísticos y otros problemas cognitivos que hicieron su aparición a finales de 2011, cuando tuvo lugar un hecho traumático que, en mi opinión, fue el pistoletazo de salida de la demencia y que desestabilizó su glándula tiroidea.

Mi madre nunca antes había padecido esa tristeza inexplicable que la paralizaba por completo. El psiquiatra argumentaba que mi madre no encajaba en el patrón de una persona con tendencia a la depresión, que tenía que haber algo físico de por medio. Un exceso de la hormona tiroidea justificaba la pérdida de peso, los problemas con el lenguaje, la pérdida de memoria y la desorientación espacial. También podía atribuirse al déficit de la misma (hipotiroidismo) que siguió al tratamiento pautado por el endocrino. Sí, increíble lo que hace esa glándula que no tiene una función como tal. Tiroides y corazón van de la mano, ese es otro dato que he aprendido. En este momento, mi madre es una enferma crónica del tiroides y sigue, además, un tratamiento para el corazón. Lo terriblemente curioso es que todo ese amplio cuadro médico estaba enmascarando el verdadero problema: mi madre empezaba a padecer demencia.

Durante esos tiempos inciertos, nuestra rutina era pura frustración. Ver a una mujer tan fuerte y tan activa de aquella manera –sin ganas de hacer nada o apuntándose las direcciones de la panadería de toda la vida, del centro de salud o los nombres de familiares-, nos producía una impotencia… incomensurable. Apenas había nada en el mundo que la hiciera sonreír. Nuestra vida se llenó de miedos. Una vez que tuvimos aquel maldito diagnóstico, la depresión ya se nos echó encima a nosotros por completo. Habíamos vivido aquello antes con mi abuela paterna que tuvo alzhéimer, y asumir que mi madre se iba a convertir en aquel ser en el que se transformó mi abuela se nos hizo un imposible. De hecho, todavía no lo hemos asumido y, a estas alturas de la película, creo nunca lo haremos.

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Voy a omitir todo lo que me ha supuesto la enfermedad de mi madre, en especial, emocionalmente. Los días han dejado de dividirse en horas. Ya no son las tres y cuarto o las ocho y media. Ahora es la hora del enfado, del llanto, de la comida, de las conversaciones surrealistas, de la depresión, de los dramas cotidianos, de la soledad, del aseo, de la ternura y, a veces, de la sonrisa.

Por supuesto, la vida sigue y si tu madre está enferma, tú tienes que salir adelante con tu trabajo (si lo tienes), con tu pareja (si la tienes) e hijos (si los tienes); con tus estudios (si los tienes), con tus amigos (si los tienes), con conocidos y desconocidos (que sí que los tienes) así como con tus problemas (que, irremediablemente, sí que los tienes).

Te acostumbras a que la gente opine y te aconseje acerca de lo que tienes que hacer y sobre tus sentimientos. Obvia decir que el mundo está lleno de neurólogos, psicólogos, terapeutas y un sinfín de especialistas aficionados. Enfrentarme a ellos solía producirme rabia, ahora simplemente, dejo a ese mundo seguir su curso y lo canalizo en malos pensamientos (podría ser un error, sí, pero es lo único que me sale). También acabas aprendiendo a batallar con todas las circunstancias que forman parte de tu vida y con el estrés y la tristeza que supone ver a diario cómo tu madre desaparece lentamente y de qué manera… Sus temores y los míos, finalmente, se han hecho realidad. Pero lo que de veras he asumido en todo este tiempo es que cuando mi madre ya no esté aquí, primero en estado consciente y luego físico, lo único que me quedará será el recuerdo de mi relación con ella… Y, hablando de demencias, los recuerdos son un tesoro.

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