Todo muy bonito y fácil, ¿no? Amor, paciencia y creatividad… A veces, tengo la sensación de que os cuento cuentos de la China, en especial, si ese día concreto he estado a punto de tirarla por la ventana, mi pobre, porque he sido incapaz de hacer que comiera la cena o no me escupiera las condenadas pastillas.

El año pasado me explicaron que para ascender en el listado de las residencias públicas –todavía no hemos empezado a ir en serio con eso, que conste–, uno de los criterios que se valoran era algo así como el contexto vital y físico del enfermo (organización, asistencia, limpieza, familiares, cuidadores, etc.). Entre los subcriterios de este parámetro, se encontraba que el enfermo sufriera malos tratos en el entorno familiar, es decir, se obtienen más puntos de acceso en el caso de sufrir maltrato. Pues algunas veces me han entrado ganas de llevarnos de un tirón todos los puntos de malos tratos… Digo esta barbaridad porque creo que es evidente que jamás se me ocurriría y porque para eso esta página es mía y digo lo que quiero; nunca he pensado en ponerle la mano encima, aunque tenga que contenerme para no destrozarlo todo cuando me irrita sobremanera. Es más, las pocas veces que se me ha ido de las manos, metafóricamente, y he soltado una barbaridad por mi boca, me he sentido tan culpable y horrible como persona que no se ha vuelto a repetir en muchísimo tiempo. Sé que cualquier cuidador sabrá de lo que hablo y conocerá de esa capacidad de paciencia cuasiinfinita que nos sale, aunque creamos que no la tenemos. El ser humano es un misterio para el ser humano.

Confieso que fui una niña malcomedora. Ya sabéis, uno de esos angelitos que siempre encuentran algo en la comida que les da asco; de esos que hacen bailar los alimentos en los platos durante horas; de esos que no comen ni fruta ni verduras ni pescado; de esos que cierran la boca, de esos que mantienen la mirada desafiante cuando están a punto de llevarse un bien merecido tortazo… De esa clase de infantes era yo. Los años y algunos periodos de hambre de mi joven independencia me hicieron una persona más tolerante con los alimentos, y aprendí a degustar la comida de una manera más saludable y adulta. No tendré que aclarar que la hora de la comida era una tortura para mí y, por supuesto, un infierno para mi madre. Un día, recuerdo como si fuera ayer aquel plato de lentejas helado y ya mohoso –lo que más odiaba de todo–, mi madre harta hasta el más allá, con los ojos rojos de rabia, conteniéndose como me contengo yo ahora, me agarró fuertemente por las muñecas y me maldijo con ira: «Ojalá tengas hijos que sean como tú». No llegó a enterarse nunca de cuánto influyeron aquellas palabras en mi vida y en mis decisiones. Sin embargo, la maldición se volvió kármica y, a pesar de todos mis esfuerzos por escapar de ella, el destino me la devolvió transmutando a mi madre en hija. Cuánto me acuerdo de aquel día…

Bien, como la paciencia se suele agotar en el día a día, siempre viene bien tener a mano un repertorio de truquillos:

  • En la comida
    Suele pasar que a menos que le apasione el menú, marea el contenido del plato de forma bastante irritante. He comprobado que cuanto más le pedimos que coma, menos lo hace por ella misma –aprovecho para recordaros que hay que prolongar las funciones, es decir, cuanto más tiempo pueda seguir comiendo por sí misma, mejor. Por eso, después de un rato insistiendo y cuando los nervios empiezan a estar a flor de piel, comienzo con el gran recurso del ser humano (hoy estoy antropológica) para el amor y para la guerra: la indiferencia. Vamos, que paso de ella y me pongo a hacer otra cosa útil como comer. Lo que ocurre es que uno de los hándicaps de la especie humana es que también es un poco lenta a la hora de reaccionar y de poner en práctica sus recursos inteligentes; por ello, antes de llegar a esta estrategia de la indiferencia, insisto con otros chiquitruquis que no suelen ser muy efectivos, pero en conjunto van creando el ambiente necesario para la puesta en escena de la táctica final. A saber:

    • Parto la comida en pedazos que pueda pinchar o coger con la cuchara ella misma y los coloco de una manera relativamente atractiva a la vista. Procuro mezclar ensalada con segundo plato para evitar que tenga que estar pendiente de dos platos diferentes porque sé que no lo va a hacer. Hay que tender a unificar, a lo portugués.
    • Pincho o cojo la cuchara por primera vez y a la boca. A ver si me deja… 
    • Le miro a los ojos y le llamo por su nombre y dos apellidos; me contesta: «¿Qué?»; me río y respondo, señalando al plato: «Que comas».
    • Cojo el tenedor o cuchara y se lo llevo a la boca. Entonces, cierra la boca o la abre muy poquito y eso me pone… De hecho, es lo que peor llevo y más me saca de mis casillas. Así que cambio de táctica. Cojo el cubierto que sea, se lo pongo en la mano y lo llevo a la boca. Y a veces, funciona, ¡eureka!
    • Canto. Sí, canto.
    • Antes de que llegue el cataclismo, empiezo con la táctica de la indiferencia, procurando no prestar atención a cómo se mueven los alimentos por la mesa. En algún momento difícil de predecir, come. 
  • Las dichosas pastillas
    La lista de medicamentos que debe tomar mi madre es bastante extensa, y la gran mayoría son pastillazos que, válgame el cielo, no sé en qué demonios piensan en los laboratorios farmacéuticos a la hora de diseñar tamaños y sabores, ni que los vendieran a peso. Tras haber sufrido grandes momentos críticos, hemos optado por triturarlos (hay unos aparatitos muy prácticos para partir y triturar pastillas en el mercado, os los recomiendo de verdad) y diluirlos en agua con azúcar, ya que la glucosa es la gran inhibidora de sabores amargos. También se pueden utilizar zumos, aunque nosotros hemos decidido ser más puretas, y así evitar que coja manía a los zumos. La verdad es que este método funciona y, desde que lo descubrimos, se acabó la crisis de las pastillas.

  • Vestimenta
    Para los momentos manga por hombro, os cuento mi técnica para camisetas, chaquetas y abrigos, que sé que cuestan. Primero, meto la prenda en un brazo solo hasta el codo y, a continuación, paso la otra manga al otro brazo, pero a la altura del cuello, no por la espalda. Le hago levantar un poco el brazo, solo un poco, y meto la segunda manga. Meto mi mano por una de las mangas y le cojo el brazo y estiro hacia delante. Subo la espalda de la prenda hacia el cuello y repito con la otra manga y ¡ya! A menos que agarre la manga por dentro, entonces me toca pelear un poco. 
  • Otros grandes momentos de la vida cotidiana

    Para esos ratos,  en los que hay que hacer algo, pero da la casualidad de que se produce un choque de voluntades, lo único que puedo recomendar es hacer uso de las maniobras de distracción que tengáis a mano.  A mí me funciona el choca  y el baby love. 

Bien, queridos amigos, hasta aquí llegó esta tanda de bricotruquis. Como siempre, os invito a que compartáis los vuestros que seguro que no nos vienen mal. Antes de despedirme, solo quiero desearos que ¡la fuerza os acompañe!