¿Cómo materializar todo lo dicho anteriormente? Paciencia, mucha paciencia e ilusión, pese a que la ilusión llegue a ser contraproducente en una enfermedad neurodegenerativa. Qué curioso ha sido vivir aquello del carpe diem de esta forma. Sin embargo, experimentar y probar una actividad nueva siempre me produce mucha ilusión. Pienso: “¿Funcionará”, “Le gustará? Cuando utilizo la primera persona, también hago referencia a mi hermana. Ambas estamos aprendiendo nuevas formas de relacionarnos con nuestra madre. Nos ha costado mucho aceptar que ya no podemos contar con ella tal como era. Bueno, de hecho, no lo hemos aceptado. Ya que opino que nuestros procesos personales no vienen a cuento, no me perderé por esos derroteros.

Lo que sí que quiero comentar es que parece que ya hemos interiorizado que no podemos hablar con nuestra madre como solíamos hacerlo. Nos resultaba imposible cambiar nuestro registro totalmente, lo que no está mal, puesto que debemos tender a normalizar. Para explicarlo mejor, me remitiré a los niños. Detesto que a los niños se les hable como si fueran tontos, aunque tengo claro que no puedo hablar con un niño en el mismo registro que utilizaría si estuviera tratando con otro adulto. Pues es más o menos esto a lo que me refiero. No nos dirigimos a nuestra madre de la misma forma en la que antes lo hacíamos, pero procuramos evitar tratarla como si fuera tonta. Es una de las cosas más sencillas y enrevesadas a las que nos hemos tenido que enfrentar.

Quiero decir, tú tienes una madre con la que has tenido una relación toda tu vida y una forma de tratar con ella única, porque la relación materno-filial es siempre única, es diferente incluso entre hermanos. Y, de repente, un día te das cuenta de que ya no puedes hacerlo como siempre. Eso sí, una madre es una madre. Me hacen muy feliz sus arrebatos maternales, por ejemplo, cuando me dice que me tengo que abrigar o peinar (era su reto como madre) o cuando me voy de casa y me suelta: “A ver qué vas a hacer por ahí, ten cuidado, no hagas el tonto por la calle y vete a casa” (una de sus frases favoritas); me enternece ver cómo me trata cuando estoy enferma o no me encuentro bien… Contaré algo personal y un tema tabú en nuestra sociedad. He trabajado con niños varias veces en mi vida, es algo recurrente en mi trayectoria laboral. Tengo dos miedos en relación al contacto infantil directo: 1) la varicela, puesto que no es seguro que la pasara en su momento; 2) los piojos. De manera también recurrente, todos los años me ataca un momento de paranoia en plan “Tengo piojos” y, de manera también recurrente, siempre acudo a mi madre para la inspección maternal de parásitos. Este año lo hecho dos veces y fue tan emotivo que mi madre recordara que guardaba algo (la liendrera) para esas tareas en un sitio y que, efectivamente, también recordara cómo utilizarlo; que buscara en las hebras de mi cabello -aun sabiendo que no tenía claro qué era lo que estaba buscando y que, de haberlos tenido, me iba a dar igual- fue entrañable de alguna forma. Era como recuperar a mi madre.

El cariño: a mí madre le encantan los besos y los abrazos. No era excesivamente cariñosa antes, aunque a su manera lo era. Ahora me siento muy feliz al verla cómo sonríe cuando la beso. La verdad es que se trata esta de una felicidad que no había sentido antes en mi vida. Resumiendo, le gusta ser besada y que la abracen.

Bien, entrando en metodología, otro consejo, hay que estar atento. En ocasiones, si la actividad requiere un esfuerzo por su parte, no quiere seguir. Forzarla puede ser contraproducente. Aunque conviene obligar un poquito. Es decir, hay que buscar el equilibrio entre obligar y ceder. Como podéis ver, todo se acaba basando en un término medio difícil de encontrar. Lo normal es que si no está por la labor, se niegue al principio. Analizar su estado de ánimo y su predisposición se convertirá en la guía del desarrollo de las actividades. Insistir un poco en que siga con la actividad. Si pasado un tiempo, compruebas que realmente no le gusta lo que está haciendo, es mejor dejarlo y pasar a algo que le guste. O si no es el día, pues no es el día para nada.

Otra de las recomendaciones metodológicas que me atrevo a lanzar es que es necesario olvidarse de una planificación rígida de las sesiones. Es conveniente ser flexible o, incluso mejor, pasar por completo de tener una programación. Probablemente, esto que estoy diciendo no resulte demasiado profesional. Bien, lo admito, no lo es. No obstante, habiendo conocido un poco el mundillo, diré que una planificación está bien como guía, sobre todo cuando no se trata de tu madre, pero que lo habitual es no seguirla. Quizás es que soy así, no quisiera extenderlo a todos los profesionales del medio. O, quizás, solo quizás, es que es muy difícil hacerlo en este tipo de sesiones terapéuticas familiares. Hay demasiadas emociones en juego. Marcarse unos objetivos por sesión no tendría sentido. Lo relevante en este caso es disponer de diversos métodos y actividades para adaptarlos a cada momento en función del conocimiento que tenemos sobre esa persona.

La dinámica de trabajo que sigo es contar con una o varias actividades comodín que le sirvan para centrarse y a mí, para detectar cómo se encuentra. A continuación, comienzo con actividades que requieran más atención o nuevas, para terminar con otras que supongan relajación y distensión. En definitiva, ir viendo cómo va la sesión que dependerá de varios factores. Los primeros tienen que ver con su estado de ánimo y el día cerebral que tenga. Si la veo un poco ida, me santiguo como nunca lo he hecho, y le pido, por ejemplo, que pinte un mandala; si veo que tiene problemas con los colores o que simplemente pasa de pintar, busco algo más lúdico o le digo que me cuente qué le pasa y busco alguna actividad un poco animada. A veces, la historia acaba mal, tengo que reconocerlo. Si, por el contrario, está centrada y con ganas de hacer algo, tiro de la cuerda y nos metemos en tareas más complicadas. O aprovecho estos ratos para hacer algo mientras ella está entretenida.

Claro, todo esto lo digo teniendo en cuenta su estado de ánimo. Si entramos a valorar el mío, si tengo un buen día, todo marcha bien, pero si no lo tengo, es complicado también. Si estoy cansada, llega el momento de las actividades pasivas. Hace unos meses, me hizo reír a carcajadas. Tenía yo un día… cómo decirlo… venga, lo diré, tenía una resaca de grandes dimensiones y lo único que me apetecía era estar tumbada en el sofá… y me quedé dormida en la hora de la siesta. Un par de horas después, ella se había despertado y vino a buscarme y me dijo, a su manera: “Que si vamos a hacer algo, como si es jugar a las cartas o pintar”. Y lo dijo de tal forma, algo así como “¡Vamos a hacer algo, coño! Que me aburro y tú estás ahí tirada sin hacer nada”, que me eché a reír y me levanté, con ibuprofeno de por medio, a echarme una brisca con mi madre. Esta anécdota no es más que una historia más. Lo normal es que nos encontremos las dos en una rutina de actividad en las que ambas compartamos la sensación de hacer actividades que nos gustan y otras que no nos gustan tanto.

Y esta es la ventaja de la terapia casera, que no es eliminatoria respecto a otras ya que se trata de una interacción perfectamente compatible con todo tipo de sesiones. Poder adaptar las sesiones a la realidad del momento es una de las metas de educadores y terapeutas, la única objeción a la manera en que yo lo llevo es que es un tanto anárquica. Y, sin embargo, creo que está basada como ninguna otra actividad terapéutica en el amor, con sus más y sus menos.